Raquel Capurro
Al leer el argumento que convoca a este simposio, me asaltó la pregunta que titula mi intervención. El párrafo que la disparó dice así: "¿Por qué La locura? ¿Por qué ese nombre antiguo del cual Erasmo hizo el elogio? ¿Por qué ese nombre que el diagnóstico psiquiátrico de psicosis dejó en las sombras o desplazado hacia los extremos de la histeria? Porque nos encontramos con ella en ciertos bordes, en determinados momentos de los análisis, en vicisitudes de la transferencia. Porque volver a hablar de la locura nos descentra de las nosografías psicopatológicas y nos permite abordar las atipicidades, los desencadenamientos inesperados, abriendo la posibilidad de trabajar más allá de los límites nosográficos."
Estas frases vinieron a tramarse con algo escuchado a un estimado psiquiatra en una mesa redonda en la que departíamos, en Montevideo, sobre la relación entre psiquiatría y psicoanálisis a partir de la disyunción de posiciones entre Ey y Lacan. En esa oportunidad , él formuló la pregunta que consideraba radical pues su respuesta sería indicativa de la forma de posicionarse ante la locura: "¿aceptamos, - dijo- sí o no, la existencia de las enfermedades mentales ?" Percibí en ese momento que el plural se disolvía y me remitía, en forma tajante, a la originalidad de la posición que un analista pretende sostener para con quien viene a su encuentro.
Este trabajo surgió en el punto en el que estas dos referencias se cruzaron, a su vez, con una serie de lecturas que venía efectuando de algunas intervenciones de J. Lacan, que tuvieron lugar en 1967, y que me parecieron entonces indicativas de la posición desde la cual un analista podía situar esa cuestión. ¿Por qué ese año? Simplemente como un hito en un tiempo en que para Lacan se precipitan las consecuencias de la invención del objeto a. ¿No es acaso el año de la propuesta sobre el pase, un año en el que además, en varias intervenciones públicas, aborda la cuestión de la locura?
El loco como signo
Quizá resulte llamativo que una de las primeras consideraciones que surgen de la lectura de algunos intervenciones de Lacan localizadas en el año 1967 sea la de su forma de situar, claramente, a la locura como un fenómeno que interroga al colectivo humano, y que requiere en esa dimensión muy precisa, de un análisis socio- político.
La época hacía que esa consideración fuese insoslayable. En 1967 el mundo y nuestros propios países se veían sacudidos por voluntades de cambio. Ese cambio concernía a la distribución del poder, pero cuestionaba también las elucubraciones de los saberes, sobre todo en el campo de las llamadas ciencias sociales. Resulta ejemplar de la fermentación del momento las jornadas de estudio sobre las psicosis en los niños que, en octubre de ese año se desarrollaron en París y en las que no faltaron las intervenciones de Donald Winnicott, Ronald Laing, David Cooper, Jacques Lacan y muchos más.
Al tomar la palabra para clausurar el trabajo de esos días Lacan comienza evocando la respuesta a la locura generada por el largo trabajo de H. Ey y la califica como la tarea de un "civilizador". En los hospitales franceses el órgano-dinamismo impulsado por Ey habría cumplido esa función. ¿Cómo ? Situando al fenómeno de la locura como la enfermedad de la libertad humana, la desorganización de la conciencia. El hombre civilizado, el médico, luchará, con distintos medios en contra de la locura, por la libertad y por la conciencia. La libertad será su bandera, su ideología, su arma. Los ingleses, allí presentes -constata Lacan- también han liderado un movimiento, llamado "antipsiquiatría", enarbolando la misma bandera, sólo que la han arrancado al hombre "normal" para dársela al loco. Con unos y otros Lacan acuerda, de modo sesgado, en un punto que enuncia así: "La psicosis es la verdad de todo lo que verbalmente se agita bajo esa bandera (de la libertad)". Luego comienza a esbozar ese sesgo que hará explícita la diferencia de su posición con unos y otros.
El punto de acuerdo concierne a la articulación misma de la locura con la vida humana: sí, la locura es un aspecto ineludible de lo humano. Pero, Lacan excluye situarla en términos de enfermedad mental, y dirigiéndose a quien así la considera, revierte la posición enunciativa al indicar que allí está el lugar en donde se presentifica para el hombre que se dice civilizado -el psiquiatra de la escuela de H Ey- una verdad que le concierne. "La verdad de la libertad proclamada aparece en el lugar del Otro". Bajo el rostro de la locura, allí, tua res agitur, allí está tu asunto. Esta no es una consideración aislada por parte de Lacan, todo lo contrario. El ya había colocado el asunto de la locura en ese nivel en el coloquio de 1946 convocado por H. Ey en Bonneval y en el que intervino con Propósitos sobre la causalidad psíquica. Veinte años después retoma sus propias palabras: "Lejos de que la locura sea la falla contingente a las fragilidades del organismo, ella es la virtualidad permanente de una falla abierta en su esencia. Lejos de ser -como opina Ey- un insulto a su libertad ella es su fiel compañera, sigue su movimiento como una sombra".
La locura, pues, se situaría entonces como una virtualidad de la estructura humana que, el discurso engolado del yo puede desconocer: se desconoce en el decir del loco y en su loco decir y esto concierne a quien más de cerca pretende tratarla. "Es preciso hacer la historia de la otra forma de la locura - escribía M. Foucault- por la cual, con el gesto de la razón soberana capaz de encerrar al vecino, se comunican y reconocen a través del lenguaje degradado de la no-locura. Sin duda hay diferentes formas de responder y de ignorar a ese signo viviente que es el loco y su palabra".
La otra consideración de Lacan se dirige a los ingleses que allí lideran a la antipsiquiatría y, críticamente, les señala que "esa perspectiva se queda corta, es decir que esa libertad así suscitada -la del loco- (…) conlleva su propio límite y su engaño". ¿Cual engaño? Eleven un poco la mira, parece decirnos Lacan, y verán Uds cómo los progresos de la ciencia están poniendo en cuestión todas las estructuras sociales en las que vivimos y están acentuando como efecto típico de los juegos del poder las diversas modalidades de la segregación. En un momento en el que "los hombres se comprometen con un tiempo llamado planetario, en el que se enteran de algo que surge al destruirse un antiguo orden social" (…) "la pregunta de los imperialismos es la siguiente: ¿cómo hacer para que las masas humanas, destinadas a un mismo espacio, no sólo geográfico, sino incluso familiar, permanezcan separadas?" Se trataría pues para Lacan de situar la cuestión más allá de la psiquiatría y de su "anti", y de prestar atención a las nuevas estrategias del poder en el reordenamiento de la vida social. ¿Qué trato recibe ahí la locura ?
Del ordenamiento actual del mundo un efecto se impone: la segregación creciente que se pone de manifiesto, por ejemplo a través de las burocracias que rigen los movimientos migratorios. En un mundo en que las oleadas humanas buscan desplazarse para solucionar los desequilibrios económicos de una globalización padecida, las normas segregativas acentúan los desequilibrios sociales: segregación de clases, de razas, de diversidades sexuales, de los decires incomprensibles que empujan a menudo al lugar del desecho social. Ese cauce in-humano de la segregación no es ajeno a las formas en que aparece hoy la locura
Destacar este efecto de la segregación para conectarlo con la locura como uno de los precios del llamado progreso, es un rasgo reiterado de las intervenciones de Lacan en ese año 1967. Por ejemplo, volverá a insistir en él en la Propuesta del 9 de octubre, y dos días después en una intervención en el servicio de psiquiatría del Dr. Daumézon en donde explicita aún más esa idea: " (…) los progresos de la civilización universal se traducirán no sólo por cierto malestar como ya Freud se dio cuenta, sino por una práctica que Uds. verán volverse cada vez más frecuente, que no mostrará enseguida su verdadero rostro, pero que tiene un nombre y que se lo transforme o no querrá decir lo mismo y eso va a ocurrir: la segregación".
Lacan avanza haciendo suya la perspectiva de alguien que lo precediera en el uso de la palabra y lo recalca diciendo: "No hay que descuidar aquí la perspectiva desde la cual Oury recién formulaba…" Y retoma entonces el discurso de Jean Oury, ese Jean Oury, que en 1953, en una disputa histórica resolvió irse de la clínica de Saumery acompañado por sus pacientes, y que luego de andar por las carreteras de Francia llegó, al castillo de La Borde, en medio de los bosques, y se instaló para fundar su clínica. Y bien Oury habría dicho, en esa jornada, y Lacan lo hace suyo, "que en el interior del colectivo humano, el psicótico esencialmente se presenta como un signo, un signo en impasse de aquello que legitima la referencia a la libertad".
Un signo representa algo para alguien pero en este caso, se trataría de un signo en impasse, que no pasa pues como tal, que no es recibido por la colectividad a la que pertenece el hablante, y que además, en consecuencia, es un signo sin retorno, que tampoco le significa nada para sí mismo al que lo encarna.
¿Por qué un signo, ese signo deja de significar ? ¿Cual es el impasse? No puede reducirse el análisis de esa in-significancia a los efectos del poder, más bien hemos de considerar cómo estos se han de tramar con las estructuras de significación de los saberes circulantes. En ellos ¿la subjetividad del loco, o más aún, su existir no tienen otra cabida que la del lugar que ocupan en el registro que la psiquiatría, como enfermos mentales? ¿Esa es su significación para el colectivo humano? ¿Esa es toda la lectura y respuesta posible? Examinemos en esa dirección, sirviéndonos del señalamiento de M. Foucault acerca de que todo poder implica una producción de saber que en algún lado dice una verdad y distingamos: ¿Cuales son los poderes, sí, que de algún modo producen la segregación del loco? pero sobre todo, ¿bajo qué formas justificativas ciertos saberes producen, históricamente, esa in-significancia de su palabra.
Propongo distinguir dos momentos en el análisis de esta cuestión: uno en el período en que empalman el siglo XIX y el XX, y el otro, en el momento actual. Estos dos momentos están en estrecha relación con el psicoanálisis.
En la invención del psicoanalisis: impasse sobre la locura
En el momento de su invención, el psicoanálisis se encontró implicado, en forma compleja, en las elaboraciones de la psiquiatría y de la sexología de su época. De algún modo, durante más de cincuenta años, se tramaron así saberes de distinto orden.
Cómo lo han destacado los múltiples análisis de Michel Foucault, un lento movimiento re- acomodó durante los siglos XVIII y XIX a las sociedades que emergieron del Antiguo Régimen. La caída de los soportes legales requirieron de nuevos saberes que viniera a legitimar la nueva distribución de poderes. Se trataba de instaurar un orden social y se debía discriminar con otros parámetros en la masa de pobres, locos y criminales. Era necesario dar continuidad al gesto de Pinel. Surge por este sesgo la figura del alienista y, en particular, del perito cuyo funcionamiento, se sitúa en el punto de cruce entre lo penal y lo médico, en el discernimiento que, al separar responsabilidad y locura, despojó al loco de su acto.
Ante la pobreza de medios en que la locura sume al otro, la nomenclatura se presentó como herramienta privilegiada, la de al menos dar un nombre a la cosa. Lacan rescata esa producción de saber mediante la cual el alienista cede el paso al psiquiatra, quien a su vez se fue distinguiendo del neurólogo, en ese tiempo en que las enfermedades "nerviosas" se separaron de las neurológicas para constituir el eje de las neurosis, mientras los otros ejes, psicosis y perversión, se articulaban en una construcción que tiene la solidez racional de la modernidad que de algún modo representan.
La razón gusta de las clasificaciones aunque estas sean como aquellas de la Enciclopedia china que cita Borges y a la que responde la carcajada de Foucault al comienzo de Las palabras y las cosas. La psiquiatría del siglo XIX conoció la pasión del entomólogo de cuya aplicación resultó la discriminación fenomenológica de distintas formas de la alienación, de sus síntomas, operación mediante la cual la figura del loco dio paso a la de los enfermos mentales. El signo pasó a codificarse en los cuadros clínicos que permitíeron establecer las semiologías de las enfermedades mentales e inscribirlas como un nuevo capítulo de la medicina. Por esa vía el siglo XIX produjo un saber sobre la locura como enfermedad sin sujeto, que dejó como desecho al sujeto de la enunciación, al loco mismo como sujeto por su palabra.
En ese tiempo ¿cómo se ubicó ante el loco el psicoanálisis naciente? ¿Como acogieron los psicoanalistas ese signo viviente que es el loco ? Empezamos hoy a saber mejor cómo la invención freudiana estuvo inmersa en esta pasión clasificatoria de las enfermedades mentales y de la locura, baste recordar las huellas que una nosografía aún vacilante deja en la lectura que Freud hace de Schreber o en las discusiones con Bleuler, vía Jung, acerca del término de esquizofrenia. Pero, sin duda, su invención significó también y en primer lugar, una ruptura con la racionalidad que sostenía la división entre los normales y los anormales, y con la naturaleza misma del saber en juego.
Sin embargo, es conocido por todos la dificultad de Freud en el trato con los llamados psicóticos. A la vez que recibía en su consulta a muchos de ellos no dejaba de experimentar allí un importante bloqueo que entendió como un obstáculo, inherente al otro, respecto a la transferencia. Por lo tanto, si consideramos a la teoría como una cierta elucubración de saber que arranca con Freud, en posición de inventor de un nuevo método, no podemos obviar interrogar de que modo la teorización de ese obstáculo se transformó en una franca objeción teórica al tratamiento de los psicóticos mediante el análisis. Es decir, de qué modo la teorización de la transferencia llevó a establecer esa línea de la segregación.
No obstante ello, vale recordar que. en la misma época, Ferenczi, Federn, Abraham y muy pronto Melanie Klein se aventuraron en ese terreno sin balizar, y, no dando consistencia a la dificultad freudiana, buscaron forjar nuevas herramientas para instaurar con el llamado psicótico algún juego de lenguaje posible, ya que de eso se trataba para que el signo dejase de estar en impasse.
En todo caso el trato que el psicoanálisis hubiera podido dar a la locura, como un trato diferente al de la medicina, estuvo en ese momento seriamente afectado. Teóricamente y en buena medida también en la práctica, el loco como enfermo mental fue, a partir de entonces, un signo codificado por la psiquiatría, y en impasse de tratamiento posible para el psicoanálisis: se quería entender su modo de funcionamiento, sin encontrar como funcionar con él. Los saberes que abrían camino también hacían obstáculo.
Otro aspecto ha de ser subrayado, por su incidencia aún actual, de aquella trama del saber de la psiquiatría con en el psicoanálisis naciente. Se hace hoy imprescindible caer en la cuenta de cómo la absoluta novedad de los planteos freudianos sobre la sexualidad en su dimensión pulsional, tal como aparece en los Tres ensayos…, quedó supeditada a una teoría desarrollista que por la vía del complejo de Edipo hizo suya las prerrogativas supuestamente ideales de la heterosexualidad. Los vaivenes de Freud en la teorización de la llamada homosexualidad, su relación supuesta con la paranoia, la homogeneización de las diferencias entre paranoia femenina y masculina, son algunos de los muchos elementos que invitan hoy a cuestionar esa pauta normalizante en un momento además en que la misma psiquiatría deja caer buena parte de las teorizaciones anteriores y se da una nueva caja de herramientas. Se trata para el psicoanálisis de discernir los peajes que Freud pagó a su época. La caída del órgano-dinamismo ¿no señala la irreversible disyunción que podría operarse entre psiquiatría y psicoanálisis? Si así fuera, cobra entonces nueva pertinencia la pregunta que Lacan lanza en 1967: "¿Cómo vamos a responder, los psicoanalistas, a esa segregación puesta al orden del día por una subversión sin precedentes ?" ¿Cual es la respuesta pertinente de un psicoanalista a alguien llamado (por otro saber) un enfermo mental y que, a veces, incluso se presenta bajo ese nombre, por ejemplo, " el esquizo", como escribe Louis Wolfson de sí mismo?
Desafíos en el impasse actual
En 1967 Lacan considera que el psicoanálisis está atravesando una crisis: la de una instalación en connivencia con ciertos poderes que le asignan con beneplácito también cierto lugar social.
"Se podría decir que estamos en un momento de crisis; en el psicoanálisis, en Francia, es el momento de una puesta en su lugar de un cierto dispositivo que debería regular en el futuro el estatuto de los psicoanalistas; todo eso acompañado de grandes promesas electoral. El estatuto de los psicoanalistas, según la opinión de Fulano de tal, debiera acompañarse de todo tipo de sanciones, bendiciones y especialmente médicas. (…) En ese caos me encontré con cierto número de otros sobre una balsa. Durante diez años, se ha vivido con los medios de a bordo, no se estaba carente en forma absoluta de recursos, no se era un cualquiera Y allí dentro ocurrió que lo que yo tenía que decir sobre el psicoanálisis tomase cierto alcance (...)"
¿Qué razón da para esta advertencia respecto a los riesgos de los presuntos éxitos sociales que puede lograr aquí o allá el psicoanálisis ? En vez de razones, preguntas: "En primer lugar el psicoanálisis ¿es pura y simplemente una terapéutica ?¿ un medicamento ?¿ un emplasto?, un polvillo de pirlimpinpin ¿todo eso que cura ?¿Por qué no? Sólo y porque el psicoanálisis no es en absoluto eso. Y habría que confesar que si fuese eso, uno se preguntaría verdaderamente por qué sería eso lo que uno se impondría ya que de todos los emplastos este es uno de los más fastidiosos de soportar. Después de todo si hay gente que se compromete en ese asunto infernal que consiste en ir a ver a un tipo tres veces pos semana y durante años, con todo eso ha de tener cierto interés…"
La respuesta toca pues a un punto esencial que pone en evidencia que en nuestro mundo "la función del analista no va de suyo. Justamente, no va sobre ruedas ni el darle un estatuto, o costumbres, o referencias y precisamente también un lugar en el mundo." Esta dificultad hace a que su lugar se revela como el de una atopía. El psicoanálisis para sostener su especificidad ha de "conservar una posición muy suya que llamé a veces con el nombre que merece, extra-territorial".
El saber de las substancias.
Que ciertas substancias tengan efectos sobre el cerebro y sobre la psiquis es una muy antigua experiencia. El opio, la coca, la canabis, etc. han sido sustancias con las que los seres humanos han buscado y buscan modificar sus estados psíquicos. Sin embargo, los medicamentos psicotropos son bastante más recientes y, en los últimos cincuenta años, ellos han conocido, de la mano de la bioquímica y de la industria farmacológica, un éxito ascendente.
Sus resultados son en buena medida determinantes de las nuevas clasificaciones fenomenológicas, las del DSM (III o IV) por ejemplo, clasificaciones que buscan globalizar, estandandarizar, universalizar, pasar el rasero a la diversidad mediante un afinado instrumento de una clínica ordenada a una terapéutica gobernada prioritariamente por el saber de las sustancias. No sólo ellas sin embargo, ya que en el horizonte se perfila otro saber: el de la genética humana, con promesas cuyo ideal sería el de localizar los determinismos de las enfermedades mentales para actuar sobre ellos. Sueño humano de eliminar a la locura, "su fiel compañera".
El surgimiento de la cloropromacina marcó el paso a una medicalización efectiva de los síntomas delirantes y determinó el irresistible ascenso de ese saber sobre los efectos psíquicos de las substancias. Así, al comienzo de los sesenta, nuevos medicamentos se fueron añadiendo como un elemento más en la caja de herramientas que se había forjado antes. Estos nuevos "recursos" ¿podían eximir de examen al campo conceptual forjado hasta entonces ? Más bien los hechos mostraron que llevaron a producir la crisis de la llamada psiquiatría dinámica y con ella a una cierta forma de amalgamar al quehacer psiquiátrico con el psicoanalítico
Hoy asistimos a una cierta euforia de la psiquiatría llamada biológica, circunstancial triunfo de un encare predominantemente pragmático y medicamentoso en el trato de la llamada enfermedad mental. La locura parece haber ganado a los practicantes de la investigación biológica y genética que esperan dominarla, o al menos así se mediatizan sus apuestas bioquímicas. Arreglo con substancias- buenas- prescritas y no proscritas. La teriaca, o sea el justo uso de una sustancia para que sus efectos sean benéficos y no venenosos, llega de manos de la bioquímica, como el ofrecimiento que la vía médica, llamada científica, ofrece hoy al trato de la locura.
El impasse del signo viviente, que es tal y cual loco, tal y cual de los llamados enfermos mentales, persiste e insiste para esta perspectiva de la psiquiatría, el punto a tratar no es para ella la subjetividad del loco sino su enfermedad mental. Vía pues el pharmacon, el alcance real de las palabras que ocurren entre el llamado loco y otro- su analista por ejemplo, son desestimables; no pueden valorarse en la dimensión de un alcance efectivo que puedan tener para el llamado enfermo mental. Para el médico así posicionado la medicina recubre el tratamiento de la locura.
Sin duda esto exige del psicoanálisis revisar su propia situación y situar vigorosamente su propuesta, su posición, ante los llamados enfermos mentales.
Bajo ese sesgo Lacan aparece continuamente, desde 1946, por no decir desde su tesis en 1932, circunscribiendo el particular lugar del psicoanálisis en su aproximación a la locura. Este movimiento de Lacan se inscribe como un esfuerzo permanente por situar la subjetividad del llamado psicótico en su particularidad, sí, pero antes que nada como alguien a quien lo aqueja algo que ha de ser pensado en la teorización unitaria de una práctica que concierne la relación de cualquier sujeto, hablante, con los motores de su vida erótica. Piénsese por ejemplo cuando señala en la rigurosidad el rasgo común de su trabajo con el del psicótico, o cuando subraya a la normalidad como rasgo no diferencial: "El neurótico es el normal en tanto que para él el Otro tiene toda su importancia. El perverso es el normal en tanto que para él el falo -gran F - (…) tiene toda su importancia. Para el psicótico el cuerpo propio, a distinguir en su lugar respecto a la estructuración del deseo, el cuerpo propio tiene toda su importancia. Y no son estas sino fases donde algo se manifiesta de ese elemento paradójico que voy a intentar articular para Uds. al nivel del deseo.
Intervenciones estas que, como pinceladas, tocan los ejes del corpus doctrinal en puntos neurálgicos por las certezas que allí operaban y que cerraban las posibilidades para que, mediante la plasticidad del método analítico, pudieran sus practicantes generar otra acogida a diversas subjetividades. En esa compleja tarea de abrir un camino al decir de la locura dos aspectos ligados entre sí particularizan - a mi parecer- el camino abierto por Lacan en esos textos de 1967. Esos aspectos conciernen a quien se hace destinatario del signo viviente y que a partir de allí, permitiéndole a éste (al signo, pues) deshacerse como tal, da lugar a la palabra de un sujeto, para buscar con él, en el espacio común, las posibles vías para tratar la extrema singularidad de la experiencia que se acepta compartir.
El primer aspecto concierne a cierta posición subjetiva respecto al saber mismo. Posición paradójica pues se trata de poder no saber. En una conferencia reciente Jean Allouch señalaba, como rasgo común identificatorio (einziger Zug) entre Lacan y Freud, una peculiar manera de dejar de lado, en la escucha del otro, al saber que construían. "Si hay algo de lo que no me burlo, algo que regulaba a Lacan en su relación con la locura (esta posición no es sin embargo excepcional, sino relativa) es algo que lo habitaba del comienzo al final, digamos desde Marguerite Anzieu a James Joyce, era algo que, permítanme decirlo ,yo había escuchado en el rumor Lacan, a saber que en su práctica, sabía no saber. Con mayor precisión todavía, y sus seminarios y presentaciones de enfermos atestiguan de ello, sabía no saber lo que Lacan pensaba. Sabía justamente, cuando eso se imponía, despreocuparse de Lacan. Ese nos parece el rasgo (einziger Zug) perfectamente ubicable también en Freud, mediante el cual podía, legítimamente, reivindicarse freudiano".
En 1967, Lacan insiste en este rasgo. En el llamado Pequeño discurso a los psiquiatras, por ejemplo, ese aspecto se liga también a otro que conviene igualmente destacar. En el encuentro con el loco Lacan subraya la aparición de la angustia, y con la angustia, en su horizonte, el objeto faltante. El objeto a. En la Apertura de la sección clínica Lacan insiste en que la erótica del psicótico también está regida por dicho objeto.
Particularicemos. La voz es una de las formas del objeto a. Quizá nuestra época pudiera favorecernos en una cierta manera de situarnos ante las llamadas alucinaciones verbales o acústico-verbales "El hecho que se borren las fronteras, las jerarquías, los grados, las funciones reales y otras, aunque sea bajo formas atenuadas, toma cada vez más otro sentido : el de someterse a las transformaciones de la ciencia que cada vez domina más nuestra vida cotidiana y hasta la incidencia de nuestros objetos a. No puedo quedarme en eso ahora pero si, de ese progreso de la ciencia hay un fruto tangible y cotidiano que pueden palpar cada día es que los objetos a cabalgan por cualquier lado, aislados, solos y siempre prestos a captarnos en la primera vuelta No hago alusión a nada que no sea la existencia de los medios de masas, es decir esas miradas errantes esas voces alocadas de las que se verán cada vez más rodeados, como de un destino natural- sin que tengan otro soporte que aquello que interesa al sujeto de la ciencia que las vuelca en vuestros ojos y oídos".
En la conferencia llamada "Mardi du vinatier", Lacan señala lo siguiente: "Actualmente se podría describir de modo totalmente diferente a la alucinación, alcanzaría con ser verdaderamente psicoanalista, pero no se lo es. No se lo es en la medida exacta en que uno permanece a la noble distancia de lo que aún se nombra, aún siendo psicoanalista, como un enfermo mental".
Entonces, ante las voces que el otro "escucha", ante esa transferencia que soporta muchas veces como abrumadora intrusión, ¿cual es la posición requerida al analista?: "La finalidad de mi enseñanza sería la de hacer psicoanalistas a la altura de esa función que se llama el sujeto, porque sólo a partir de allí, sólo desde ese punto de vista se ve bien de lo que se trata cuando de psicosis se trata."
La posición ante el saber no-saber y la manera de percibir la función de la angustia determinan la posición del analista. Hay aquí como una división de aguas: Lacan opone esa posición a lo que llama "pendiente psiquiátrica" y que describe como "las murallas, las nuevas murallas que colocan al otro mucho más como un objeto de estudio que como punto de interrogación respecto a un sujeto y de lo que sitúa a ese sujeto respecto a lo que calificamos como objeto extraño, parásito, la voz"
En el seminario sobre La angustia Lacan señala que el analista debe elevar su mira para poder sortear la tentación de aplicar un saber y dejarse en libertad para que, en el encuentro con el otro, de modo artesanal, algo nuevo se produzca. ¿La novedad que aporta el psicoanálisis? ¿No será para el psicótico, como para cualquier hablante, el constatar que la experiencia analítica no está en primer lugar ordenada a sanarlo de su enfermedad, sino a permitirle acceder a cierta verdad de su subjetividad? ¿a una subjetivación nueva ?
En las Jornadas sobre la psicosis infantil Lacan se asombraba: "Nada tan señalable como lo raro que han sido en los discursos de estos dos días, el recurso a uno de esos términos que puede llamarse relación sexual, inconsciente, goce.(…) Nunca fue algo directamente articulado. ¿Estaremos a la altura de aquello que, por la subversión freudiana, estamos llamados a sostener, el ser-para.el-sexo?".
Señalemos el sutil juego al que Lacan llama a continuación: el de discernir la relación del sujeto con el objeto, como forma de no caer en la impotencia clínica, que operaría un nuevo encierro de la subjetividad del llamado psicótico en alguna de las caracterizaciones nosológicas que parecen ordenar y tranquilizar al pensamiento sobre la locura. No deja de abrirse aquí una disyunción: una de dos, o bien prima la relación del sujeto al objeto en su particularidad erótica y se perturba lo que un buen neologismo dio en llamar "pernepsi" , o se diluye la singularidad de esa conexión en un neo-saber esencialisante sobre las estructuras psicopatológicas al modo como cierta doxa lacaniana ha intentado validar.
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